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Domingo XXII del T.O. (C) (28 agosto 2016)

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orar humildad

(San Lucas 14: 7-14)

Jesús nos habla en el evangelio de hoy de la importancia que tiene el ser humildes: “Quien se ensalce a sí mismo será humillado y quien se humille a sí mismo será ensalzado”.

La humildad es una de las virtudes más importantes y bellas. La humildad real es difícil de falsificar. “Ser humilde” es sinónimo de “ser santo”.

Lo opuesto a la humildad es el orgullo o soberbia. Acerca de este pecado solemos tener bastante “experiencia personal”. La soberbia es la raíz de todo mal. Soberbia fue el primer pecado cometido por el hombre (Adán), cuando pretendió ser como Dios.

Del mismo modo que la personalidad de un hombre humilde es atractiva, la personalidad de un hombre orgulloso es repulsiva. El soberbio tiende a ser rechazado, nadie le soporta, y al final se queda solo.

La humildad tiene su origen en el reconocimiento de nuestras propias limitaciones: "Yo solo sé que si hay algo bueno en mí es porque Dios me lo ha dado" (Sta. Teresa de Jesús). El humilde se alegra de los éxitos y virtudes de los demás; al mismo tiempo que no se extraña de sus propios fallos y limitaciones. El humilde no se desanima cuando ve lo poco que vale; todo lo contrario, eso le lleva a confiar más en Dios.

Aprendamos de Jesús, que a pesar de ser Dios se hizo hombre como nosotros. Él decía de sí mismo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11:29)

O lo que nos dice San Pablo:  “Así pues, os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, continuamente dispuestos a conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”. (Ef 4: 1-3).

O también en este otro lugar: “No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús,  el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. (Fil 2: 3-8)

O lo que nos dice San Pedro: “…revestíos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia” (1 Pe 5:5)

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