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III Domingo de Adviento (B) (17 diciembre 2017)

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san juan bautista

El evangelio de hoy nos presenta la figura de San Juan Bautista, el Precursor. Su aspecto impone: va vestido con pieles de camello y se ciñe con un cinturón de cuero; además se alimenta con saltamontes y miel silvestre, y viene del desierto predicando, con voces terribles, la conversión y la penitencia.

Pero no os fijéis demasiado en su aspecto porque pensaréis equivocadamente sobre el Bautista. El Bautista era un santo -el mayor de los nacidos de mujer, dijo Jesús-, y ya se sabe que los santos son siempre niños. Y esto es más real que la dureza de sus gritos, de sus reconvenciones y de sus vestidos. Yo me imagino sus ojos, que serían, como son siempre los de los santos, igual que los de un niño que aún no ha aprendido a mentir: totalmente transparentes, descubriendo en su fondo la belleza de los mares azules y sin orillas, la belleza terrible de Dios. De vez en cuando hasta se aturde y tiembla y no sabe qué hacer: Soy yo quien debe ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Y forcejeaba con Jesús (Mt 3:14). Alguna vez sus dudas y temores fueron grandes, como cuando envió desde la cárcel a algunos de sus discípulos a  preguntarle a Jesús ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?Igual que nos ocurre a nosotros, que unas veces vemos las cosas con mucha claridad, y otras, en cambio, oscuramente; a veces nos sentimos muy seguros y, lo mismo que el Bautista, señalamos a los hombres con decisión el paso de Jesús; pero otras nos sentimos angustiados, aun en medio de la seguridad de la fe, y tenemos que acudir a Jesús para gritarle con el corazón y con la boca si es Él verdaderamente y no tenemos que esperar a otro.

Por lo tanto no os dejéis engañar por los gritos autoritarios del Bautista, pues también a veces sus gritos fueron de angustia, tal como nos ocurre a nosotros. Aunque es bueno que el evangelio nos hable de cómo está tejida la tela de la verdadera santidad; pues al mismo tiempo que así no nos desanimamos, podemos alegrarnos también al comprobar la humanidad de los santos: ¿Y cómo podrían ser santos si no fueran humanos? Pero hay algo que nos habla mucho mejor de la humanidad del Bautista. Pues debéis saber que el Bautista es el santo de la Alegría perfecta. Ni siquiera tuvo paciencia para esperar a nacer y empezar a sentirse feliz, pues ya en el vientre de su madre dio saltos de alegría al oír la voz de la Virgen. Podríamos decir de él que fue saltimbanqui aprovechado e impaciente por la felicidad. Nosotros tuvimos que nacer llorando, pero él ya sabía de risas y de saltos de júbilo antes de haber nacido. Y luego, ya de mayor, él mismo habló bien claramente de su alegría: El amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente de oír la voz del esposo; por eso mi alegría es completa.Lo cual no contradice a lo que hemos dicho antes, pues ya conocéis esa paradoja de la vida interior que hermana el sufrimiento con la paz profunda y la alegría del alma en aquellos que aman a Dios.

El Bautista es el hombre de la Alegría perfecta porque tiene todas las condiciones necesarias para poseerla. Ha pasado su vida en la soledad del desierto, donde, lejos de los hombres, ha estado en continuo diálogo con Dios; además es el santo de la penitencia, como nos lo indica el evangelio al describirnos su figura y su forma de vida; y tuvo también la humildad verdadera, que es algo esencial para la Alegría. Insistamos en esto último: aceptó su misión de ser una simple voz clamando en el desierto; pensaba que era necesario que él disminuyera para que Cristo creciera, e insistía ante todo el mundo en que no se consideraba digno de agacharse para desatar la correa de las sandalias del Señor. Se encontró situado en la línea divisoria entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y tuvo por misión la de señalar a los hombres la presencia de Jesús, pero desde lejos, avisando de su paso e indicándolo a sus discípulos, que por eso lo abandonaban y se iban con el Mesías. Supo desaparecer en el momento preciso, después de haber tenido que conformarse con sentir a Jesús solamente desde lejos y entre ausencias que, sólo de vez en cuando, se hacían breves presencias.

Diálogo con Dios, vida de penitencia y una gran humildad. Ahí tenéis los ingredientes necesarios para eso tan maravilloso que es la Alegría, aunque yo quisiera insistiros todavía más en el último de ellos, o sea, en la humildad. El saber desaparecer, tal como lo hizo el Bautista, tiene exactamente la importancia de ofrecerle al Amor lo que tenemos. El que está enamorado lo da todo, y de ahí la pobreza voluntaria, que abandona todo lo que no sea el Amado. De donde la humildad lleva a la pobreza, ésta al amor, y el amor a la Alegría. Aceptar nuestra desaparición, o la muerte de nosotros mismos, no solamente no nos priva de nada, sino que nos lleva a la Alegría. En realidad el morir a uno mismo no es tanto un despojarse ni un sacrificio como el situarse en el camino del Amor y, por lo tanto, de la Alegría perfecta. Ya sé que alguno podría pensar que todo esto son palabras, pero yo os diría, si queréis que hable con el corazón, que me siento feliz cuando veo que Dios, en su bondad, me ha concedido que yo no sea nada. No se trata de la alegría de una resignación aceptada, sino del gozo de lo que se siente como un regalo maravilloso, de increíble valor, y al que de ningún modo se querría renunciar. Sabéis que, por una serie de circunstancias, no puedo predicar, y así es como me paso la mayor parte del año y así ha transcurrido la mayor parte de mi vida sacerdotal. A veces me he preguntado sobre los motivos que pueden existir para que a un sacerdote se le impida predicar, aunque os confieso que la cosa no me preocupa demasiado. Lo realmente importante sería el posible hecho de que Dios nos hubiera regalado algo y que nosotros, sin embargo, se lo ofreciéramos de nuevo. Sería demasiado hermoso que Dios nos hubiera regalado alguna cosa con la única intención de que la guardáramos para Él sólo. Y, después de todo, Dios no necesita nuestra palabrería, sino nuestro amor. Él querría ver en nosotros, mucho más que nuestros triunfos, la renuncia a nosotros mismos por amor. Y creo que eso le agrada tanto, que no espera al cielo para darnos también su Amor, y con él la Alegría perfecta.

He intentado presentaros al Bautista como un ser muy humano y poseedor de la Alegría, y también os he hablado de lo que hace falta para que nos sea concedida. Pero no sé si os habéis dado cuenta de que hemos dado vueltas en torno al tema de la alegría del Bautista y no hemos dicho en lo que consiste esa Alegría. Pues bien, no lo hemos dicho porque es imposible hacerlo. Para hablar de la Alegría es absolutamente necesario sentirla, lo que viene a ser lo mismo que decir que hay que estar enamorado. Un sordo, por ejemplo, no nos podrá hablar de la música, puesto que él nunca la ha oído; tampoco un ciego podrá contarnos cómo son los colores, ni hablarnos de la belleza de una noche estrellada de verano. Pero es que incluso, aunque yo hubiera sentido la Alegría, tampoco os podría hablar de ella si vosotros no la habéis sentido también; pongamos el ejemplo de antes, pero al revés: no le podemos explicar a un sordo cómo es la música, ni le podemos hacer comprender a un ciego la belleza de las noches estrelladas o de un amanecer de primavera. Solamente el que está enamorado puede hablar del amor y solamente él puede conocer la alegría de amar y de ser amado.

Esto es lo que explica el que casi siempre tengamos que ir dando rodeos sobre este tema. Por eso nos resulta tan difícil a los sacerdotes hablar de Dios, o del amor de Dios (que es lo mismo, pues Dios es Amor), cuando en realidad era de lo único de lo que teníamos que hablar. Pero, como no sabemos hacerlo, con frecuencia la predicación se degrada, y ya no se habla de Él, ni siquiera de los medios que conducen hasta Él, ni mucho menos de los obstáculos que nos pueden apartar de Él. Perdido de vista el Amor, se queda todo en un hablar de este mundo, en tomar partido por cualquiera de las cominerías de los hombres. Y cuando ya no se habla del Amor increado se ha perdido para siempre la Alegría, quedando solamente el contribuir a ahondar más el vacío de los hombres y el hacerles creer que no tiene remedio su tristeza y que ella es su destino.

Y ya veis cómo otra vez nos hemos apartado del tema, que era el de tratar de explicar en qué consistía la Alegría del Bautista. ¿Cuál era el fondo del que surgía esa Alegría? Creo que él mismo nos indicó la clave de su secreto cuando dijo: El que tiene esposa es el esposo; el amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente al oír la voz del esposo; pues así mi alegría es completa. Así que su alegría es completa porque oye la voz del esposo, porque le acompaña y porque es su amigo. Se trata, por lo tanto, de escuchar la voz del esposo, de hablar con él, de estar en su compañía, de ser su amigo. O sea, que se trata de la intimidad de amor, de oírse y de decirse, de estar juntos, y de intercambiar vidas. En último término se trata de la entrega total de amor y por amor (y por eso se emplea la figura de la entrega nupcial), de donación completa al esposo (el que tiene esposa es el esposo), y de recibirlo a su vez a él en posesión. He ahí el secreto de la Alegría del Bautista: que se sentía enamorado del amor y se sabía correspondido por Él.

Pero el amor del Bautista podemos sentirlo más cercano a nosotros si caemos en la cuenta de que recuerda, en cierto modo, la historia de nuestros amores con Dios. En efecto, es un amor de intimidades y presencias, como todo amor (el amigo del esposo, que le acompaña y le oye. . . ), pero a la vez también de ausencias y de lejanías. El Bautista tuvo que limitarse a señalar a Jesús desde lejos, y sólo en contadas ocasiones se encontró cara a cara con Él. Sus corazones estuvieron siempre presentes el uno al otro desde aquel día de su primer encuentro, cuando ambos estaban todavía en el claustro materno; pero luego sus breves encuentros fueron más bien fugaces, e incluso parece algunas veces como si el Precursor no hubiera estado muy seguro de la presencia o de la identidad del Amado (Mt 11: 2-6). No os extrañéis de esto, pues la cruz y nuestra miseria, que siempre nos tienen que acompañar en este mundo, consiguen a menudo que Dios se nos haga huidizo, inasible, algo así como si sólo lo pudiéramos ver a través de un velo o con los rasgos fragmentarios e incompletos que nos permite una celosía:

Es mi amado como la gacela o el cervatillo,

Vedle que está ya detrás de nuestros muros,

mirando por las ventanas,

atisbando por entre las celosías (Ca 2:9).

Huidizo, inasible, incompleto y velado por la obscuridad de la fe. Todo eso y mucho más. Pero es suficiente para la Alegría. Porque aunque detrás del muro, o de la ventana, o de la celosía, pero Él está ahí. Y eso, por ahora, como una primicia de amor (y más que primicia), es suficiente para el que ama. Pues el que ama no busca tanto la alegría de verse colmado cuanto la presencia del Amado, y esa es precisamente la Alegría que le colma. Por lo demás, presencia completa o incompleta, clara u obscura, reposada o fugaz, no importa mucho para el amante, que sabe bien que, antes de la entrega, tiene que compartir la cruz del Amado y recorrer sus caminos. Así la entrega de amor será luego más verdadera: el esposo se entrega, pero también lo recibe todo de la esposa. Y es que el amor no puede existir sin entrega y donación mutuas: del uno al otro, del otro al uno, pues eso es precisamente el Amor. Pero es que, además, la posesión incompleta del Amado no es obstáculo para la Alegría; por la razón de que sabemos bien que esa entrega, que ahora se realiza sólo en arras o en primicias, produce en el Amado más impaciencia y más hambre de amor que en nosotros. Pues Él nos desea mucho más que nosotros a Él. Y Él es sobre todo el que busca, y nosotros los buscados. No sé si os habéis fijado en que es Él quien mira con impaciencia por las ventanas y las celosías. No viene con paso mesurado, sino corriendo y saltando por entre montes y collados. No, no somos nosotros los que más suspiramos devorados por impaciencia de amor:

¡La voz de mi amado!

Vedle que llega

saltando por los montes,

triscando por los collados.

Es mi amado como la gacela o el cervatillo.

Vedle que está ya detrás de nuestros muros,

mirando por las ventanas,

atisbando por entre las celosías (Ca 2: 8-9).

¿Y cómo no vamos a sentir la Alegría perfecta cuando sabemos (sentimos) que somos celosamente deseados, impaciente y locamente buscados, ansiosamente esperados por el Amor?

Y ya veis, en fin, que es imposible hablar del secreto de la Alegría del Bautista. Pues habría que ser, a la vez, niños, poetas y santos; aunque quizás bastaría con estar enamorados, seguramente porque estar enamorados de Dios supondría ya, exactamente, ser santos, poetas y niños. No es fácil, porque aunque alguna vez sintamos nuestro amor a Él, nos resulta casi imposible convencernos del suyo por nosotros. En la oración cometemos el error de hablar demasiado de nosotros mismos: nos abruman nuestros problemas y menudencias y llegamos a creer que eso es lo importante. Pero la verdad es que es poco lo que podemos decir de nosotros, mientras que la conversación con Él mismo por tema no se agotaría nunca. Ganaríamos mucho si le pidiéramos que nos hablara de Él. Aprenderíamos muchas cosas, por ejemplo ésta: que no es que Él sea bueno ni muy bueno, sino que es la Bondad esencial; lo mismo podríamos decir de la hermosura, porque comprenderíamos que Él es la Belleza misma. Y no digo que aprenderíamos eso de un modo meramente especulativo, sino que lo “veríamos”  y lo “sentiríamos”, aunque fuera a través de las celosías y de los muros de la fe. Pues, como os dije antes, no se trata ni de la visión ni de la posesión completa, aunque sí de las primicias y arras, pero que es suficiente para la Alegría. Ya que ver y sentir a la Belleza misma y a la Bondad misma, aunque sea a través del velo de la fe, es más que la posesión de todos los bienes de este mundo.

Así que, aunque no haya podido hablaros del secreto de la Alegría del Bautista, os he indicado sin embargo el camino: el diálogo con Dios en la soledad, la vida de penitencia y, por último, la verdadera humildad. Era lo que yo podía hacer. Y como él, yo también habré de limitarme a señalaros a Jesús con el dedo para ver luego cómo os vais marchando tras el Maestro. Mi misión de sacerdote se parece en eso a la del Bautista: señalar caminos y allanarlos. La vuestra es la de recorrerlos, con Él, por supuesto, puesto que Él es el camino, para encontrarlo por fin plenamente al final: a la caída de la tarde de vuestra vida, después de haber sentido cómo ardía vuestro corazón de amor por Él y después de haberle rogado, como los de Emaús, que se quedara para siempre con vosotros: Maestro, quédate con nosotros, pues el día ya declina. . .

(Tomado del libro "La Fiesta del hombre y la Fiesta de Dios" del P. Alfonso Gálvez)

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